Bajó las escaleras del metro recordando las últimas palabras de su amiga. Tras un día de trabajo se fueron a tomar unas cañas y pasaron horas hablando de nada y al despedirse lo dijeron todo: profundizaron en la vida, filosofaron sobre los adultos que empezaban a ser, maldijeron sus errores y se prometieron hacer las cosas bien.
Con esas palabras dando vueltas en su cabeza llegó al andén de metro, buscando un lugar para sentarse, dando al play y empezando a escuchar canciones que le hicieran seguir pensando, queriendo mantener el sentimiento de otro mundo posible.
Su mirada estaba perdida, su mente tenía vida propia y sus sueños parecían más reales.
Pero le sacaron de su mundo las imágenes que se encontró enfrente. Un hombre en el suelo, tumbado, quieto, rodeado… Un hombre sin vida, un muerto. Ahí estaba, las vías les separaban, separaban la vida y la muerte.
Pudo ver cómo se lo llevaban, eliminando su rastro del suelo, alejando el cuerpo de su campo de visión. La estación quedó vacía, en silencio, en pausa. Por unos instantes estaba tan muerta con aquel hombre, tan falta de vida y de sentimientos.
Con la llegada del metro y su ruido entrando todos volvieron a sus pensamientos. Incluido él, que seguía teniendo en su cabeza la imagen del muerto. Subió al vagón por inercia, intentado no analizar, no sentir, no creer.
Nunca había visto a alguien sin vida y tampoco había estado cerca de la muerte. Habría quien pudiera decir que era afortunado, sin traumas, sin dolores visibles, sin lágrimas por las noches. Pero la fortuna y la suerte son difíciles de cuantificar.
Ni la música que seguía sonando en sus cascos, ni las risas del grupo de su alrededor preparándose una copa consiguieron que no pensara, que no quisiera creer. Las ideas se agolpaban en su cabeza, iban y venían pensamientos sin concretar que retumbaban y sólo le confundían más.
Empezó con la posibilidad de la vida después de la muerte y por qué nunca había sido creyente. Ahora quizás todo sería más fácil (o quizás no). Pensó en la familia que todavía no sabría la noticia, si alguno lloraría, si la ausencia cambiaría la vida. Y también analizó si aquel hombre estaría orgulloso de si mismo, de sus acciones, de cómo había hecho las cosas, de la persona que era.
Le dio pena pensar que con la muerte todo se termina pero no era capaz de pensar en nada después de la muerte. Pensó que pudiera gustarle creer, que quizás se sentiría reconfortado. Se preguntó qué pasó, cómo pudo no creer. Ni siquiera cuando se sintió empujado, cuando las circunstancias se lo pusieron fáciles no pudo aferrarse a algo que ahora convertiría en diferente la situación. A pesar de todo, no se arrepentía de no creer, de no poder enfrentarse a la muerte con esa ayuda.
Puede que tuviera hijos y mujer. Incluso nietos. O igual marido. O era un hombre solitario, que una vez se enamoró, le rompieron el corazón y nunca más consiguió enamorarse de nuevo. Le recordaría alguien o nadie notaría su ausencia. Sintió que no sabía que era peor: que nadie te recordara o que te recordaran unos personajes de una vida inventada. Quizás nunca quiso casarse y lo hizo por las circunstancias con una mujer que no amaba con la que tuvo hijos que sólo le recordaban que era un fraude. O puede que tuviera un amante con el que por unos instantes se sentía vivo y olvidaba que la vida no era como quería. Tal vez, y sólo tal vez, encontró el amor de su vida y pudo pasar cada segundo con él. Y en cuanto se enterara de la noticia moriría por dentro (siendo peor que morir por fuera).
Aunque en la imagen que veía en su cabeza, seguía pensando que aquel hombre sin vida se había enamorado (quizás de una camarera, o de alguien de sonrisa permanente) y había sido feliz durante un segundo para después volver al infierno y sufrir un corazón roto eternamente.
¿Y si está roto en vida, sigue roto en muerte? Qué más da… si no creemos en la vida después de la muerte.
Su análisis sobre si aquel hombre se sentiría orgulloso de su vida era complicado. Uno aspira a ser un tipo de persona, pero ese tipo de persona es diferente para cada uno. Si ese hombre deseara ser un drogadicto que muere por sobredosis, puede que lo hubiera conseguido. “¿Y eso estaría bien?” se preguntó. “¿Quién desea eso?” se volvió a preguntar. Puede que un corazón roto. No creyó que fuera una sobredosis, imaginó una muerte natural (o eso se obligó a imaginar). Una muerte en la que se le paró el corazón. Como seguía pensando: un corazón roto.
No pudo evitar acordarse del suyo. Se llevó la mano al pecho intentando descubrir cuantos pedazos había y si el pegamento que ponía conseguía mantenerlos unidos. A veces ni recordaba cuando se lo rompieron. Parece que en otra vida, en la que primero fue feliz y en un instante todo cambió y dejó de serlo. Se había acostumbrado a tenerlo roto, a tener la excusa perfecta para no entregárselo a nadie, a vivir de una manera extraña.
Por fin empezó a pensar que seguía vivo y que debía hacer las cosas bien. No como aquel hombre, que ya no podría cambiar su historia.
Una historia en la que seguía pensando: “¿estaría orgulloso de si mismo?”. Descartó la idea de un drogadicto muerto por sobredosis que fuera lo que quisiera. Hasta los corazones rotos quieren un bonito final. Sabía que estaba siendo un poco inocente pero volvió a creer que las personas quieren ser buena gente y si no lo son, no pueden ser felices.
Volvió a pensar en si mismo, en la persona que siempre quiso ser y en la que se estaba convirtiendo.
Sabía que había cometido errores, que nunca pensó que se traicionaría pero lo estaba haciendo. Recordó la noche con su amiga y todas las palabras que no había dicho. Recordó el día en la oficina con las sonrisas falsas. Recordó la semana olvidando mandar correos y besos. Recordó los últimos años siendo alguien que no quiere sentir y por último recordó que se prometió una vez que siempre sentiría, que encontraría tiempo para mandar buenas vibraciones, que sonreiría sintiéndolo, y que si quería a alguien se lo diría.
No podía haberse traicionado más. Podría morir en aquel instante y su vida hubiera sido un fracaso. Aunque nadie lo supiera. Sus padres dirían que estudió una buena carrera y consiguió un buen trabajo (y estarían tan orgullosos de él). Sus amigos hablarían de las noches de fiesta y de su sonrisa (y convencidos de su felicidad). Tal vez, y sólo tal vez, su amiga sabría de sus ojos tristes, de sus errores, de ese beso que nunca le dio, de esas noches en las que sabía que él no era feliz.
En ese instante se sintió afortunado, muy afortunado. Por no ser aquel hombre, el enamorado de una camarera al que le rompieron el corazón y nunca pudo cambiar su suerte. En cambio, para él no era demasiado tarde. Todavía estaba a tiempo de cambiar el rumbo de su vida, de hacer las cosas bien, de sentir, de vivir.
Sin pensarlo más, o pensándolo con el corazón, se bajó en la siguiente parada y cambió de andén, esta vez en sentido contrario: no escapando, no alejándose, acercándose a sentir, a empezar, con una sonrisa auténtica en la cara.
Deshizo el camino con muchas ideas en su cabeza, pensando en un mañana, en un futuro distinto. Tal vez estaba cometiendo un error. Pero si lo era necesitaba cometerlo y si no lo era merecería la pena. A veces hay que cambiar el rumbo y es lo mejor que se puede hacer.
El hombre muerto seguía en su cabeza. Sabía que no saldría mañana en las noticias, que nunca podría saber lo que le pasó, que quizás alguien lloraría por él. Volvió a creer que una camarera le rompió el corazón. Pero esta vez pensó que encontró a otra que le quiso eternamente. Creyente o no, sintió que el amor puede ser eterno y pudo salvarle.
El recorrido se le hizo más corto esta vez, quería haber planeado unas palabras cuando se dio cuenta que había llegado a su parada. Se bajó, nervioso, ilusionado y asustado. ¿Qué pasaría a partir de ahora? Había decidido vivir y ya no había vuelta atrás. El metro cerraba y él salía sin poder volver a entrar.
Subió las escaleras sonriendo, con las ideas en otro mundo, en otro mundo posible. Seguía algo ausente cuando la vio. Allí estaba ella. Sentada en un banco al lado de donde se despidieron. En un mismo instante se ilusionó y se preocupó de verla allí. Algo extraño estaba pasando.
Ella le vio y su cara reflejó esa misma ilusión y preocupación. Él se adelantó y le preguntó: “¿Qué haces aquí? Venía a buscarte”.
Antes de que él pudiera decir nada más, ella empezó a hablar como si las palabras salieran directamente del corazón y no de la cabeza:
“Cuando te marchaste sentí que algo fallaba, que no estábamos haciendo las cosas bien. Me senté aquí a pensar, a sentir. Y estando en mi mundo pasó por delante de mí un cadáver envuelto en una sábana. Una ambulancia se lo llevó lejos de mí. Pero no pude evitar quedarme pensando en aquel cuerpo e imaginé quién podría ser, la vida que tuvo, las lágrimas que alguien derrocharía esta noche. Me inventé su historia. Aquel cuerpo era de una mujer que pasó su vida enamorada pero nunca fue capaz de declararse. Vivía con miedo, miedo de sufrir, de que le rompieran el corazón. Ese miedo había conseguido paralizarla tanto que había dejado de hacer las cosas bien. Nadie sabría de su vida, nadie lloraría demasiado por ella, nadie la echaría de menos.
Pensando en ella no pude evitar pensar en mí y cómo me he ido perdiendo estos años. No soy la que era, puede que mejorara en algunos aspectos pero he empeorado en otros muchos.
Mis pensamientos han llegado hasta a ti. Hasta tu corazón roto y tus errores. Y me he cansado de culpabilizarte por no cogerme de la mano, por no besarme.
Puede que me esté equivocando y no quieras estar a mi lado. Pero tendrás que decírmelo. Porque siento que ninguno se ha lanzado por miedo y que en cuanto nos atrevamos superaremos juntos ese miedo y conseguiremos ir hacia delante.
No sé cuánto estaremos juntos (y, ¿qué más da?). Sólo sé que por intentarlo los dos empezaremos a hacer las cosas bien y dejaremos de traicionarnos.
¿Qué me dices?”.
Él sin decir nada se acercó a ella y la besó. En aquel banco vieron amanecer. No queremos adivinar que pasará en el futuro. Puede que duren unos días y cada uno siga su buen camino. Puede que vuelvan a ser grandes amigos que se ayudan a hacer las cosas bien. Tal vez, y sólo tal vez, puede que su amor sea eterno.
Vértigo
7 comentarios:
Es casi la una de la madrugada...leí la historia sin parar...y ahora,cuando la casa está en silencio, las preguntas vuelan a mi alrededor y yo intento responderlas...intento responderme.
Gracias Vértigo.
No puedo decir nada que complemente la historia, que deja un regusto amargo y dulce al mismo tiempo. No creer implica muchas veces soledad, puede que valentía también. Sin embargo, es imposible acallar determinadas preguntas que se empeñan en retumbar en nuestos oidos.
Vivir conlleva riesgos.
Cuídate.
Yo apuesto por el amor eterno... siempre!
Besos!
Plas plas plas plas.
Ambos se vieron a sí mismos en el muerto. Un muerto que les dio la vida que se estaban negando.
El que no arriesga no gana, ya lo veían diciendo años y años...
Me ha encantado la historia...
Ojalá que el amor les dure para siempre.
Ojalá nos despojáramos más a menudo de miedos y probáramos más futuros. Hay que ver la de puertas que cerramos por pensar que saldrán mal las cosas...
¡Salud!
La muerte de uno dando alas a otros. Nó sabremos nunca cuál sería su historia, pero al menos sabemos que de su muerte salió algo bello.
Una historia muy esperanzadora, gracias.
Un abrazo!
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