Me estabas
esperando, yo diría que unos minutos, quizás tú que toda la vida.
Lo
hacías con una cerveza en la mano, sentado en la barra y con un movimiento
nervioso en la pierna. Pensando en palabras intercambiadas, en sueños
frustrados, en el futuro que podía estar empezando.
Te
preguntaste qué podría pasar una noche de concierto. Sabes que todo hubiera
sido posible.
Aparecí
por la puerta y hasta que no me acerqué a la barra para preguntar si debía
bajar a otros mundos, no me viste. Me observaste mientras caminaba a un taburete
y me sentaba.
Nunca
había sido tan rubia y nunca lo volví a ser. Estrenaba vestido rosa con el que
me sentía disfrazada y llevaba mis labios pintados de rojo, esperando que los
identificaras. Puede que en ese instante fuera hermosa, no habiéndolo sido
antes ni volviendo a serlo más. Pero puede que tú sonrieras al verme y tu mundo
sólo fuera yo durante un segundo. Al siguiente ya sé que no.
Te
acercaste. Dime que te temblaron las piernas. Y dijiste “rubia de labios
rojos”. Sonreí y lo fui durante unas horas, en la que escuchamos, sentimos, nos
miramos y nos esquivamos.
Nada es eterno
y lo sabíamos. Si estaba siendo tu cenicienta, tendría que marcharme y quizás
convertirme en calabaza.
Me
dejaste ir y todavía me pregunto si te arrepientes, si hubieras querido cambiar
la historia y ahora estaríamos en una lucha que no sé si podría pelear.
Sabes
que horas antes estuve a punto de derrumbarme y que horas después cambiaría mi
destino. El que tú no cambiaste.
Quizás
fue lo mejor. Pero te imagino corriendo por las escaleras del metro,
búscandome, dándome un abrazo eterno y diciéndome “quiero apostar todo al rojo
chanel de tu boca”.
Vértigo