martes, 16 de febrero de 2016

Golpes

“No vales para nada” le volvió a decir, como todas las noches. Escuchaba bajando la mirada, creyéndose las palabras, sintiéndose culpable por no ser suficiente.

En el trabajo no conseguía ascender, en casa se le seguían agarrando las lentejas y los niños no le hacían caso cuando les mandaba lavar los dientes.

“Menos mal que me tienes a mí” le repetía, “nadie te querría si no lo hiciera yo”, “no podrías sobrevivir” le seguía diciendo y cada vez lo interiorizaba más.

Su madre llamaba los lunes y siempre le decía que todo iba bien. Aunque ella notaba la tristeza. Había pasado de ser alguien con quien hablar, con quien reír, con quien estar, a ser alguien que no estaba cuando estaba cerca, siempre ausente, siempre con la mirada perdida, con inseguridades y miedos.

Abandonó todas sus actividades, el gimnasio, escuchar a cantautores, hasta había dejado de escribir. Ya no le quedaban casi válvulas de escape. Quedaba una: sus niños. Por ellos la vida seguía mereciendo la pena, todo seguía teniendo sentido, todo se podía aguantar.

Aunque tuviera que escuchar “mejor que no aprendan de ti”, ni pudiera hablarles de sueños, de cuando era joven y quería escribir, de un futuro en el que ya no creía.

Cada noche era la misma historia, a veces las palabras eran menos duras, otras sólo esperaba que los niños no escucharán los gritos.

Una noche de navidades llegó tarde a casa, ya había avisado que era la cena de navidad de la empresa y no podía faltar. Cuando entró por la puerta intentando no hacer ruido, le estaban esperando.

Pensó que sería lo de siempre, pero las palabras se fueron elevando y elevando hasta que recibió el primer guantazo. Fue a levantar la mano para devolverlo hasta que ella le miró con esa mirada que le decía que era la madre de sus hijos y que pegarla sólo sería un error. Se quedó inmóvil y recibió más golpes y más insultos.

Fue la primera de muchas noches en la que se convirtió en saco de golpes. Ella de vez en cuando le daba un beso y le decía que no volvería a pasar.

Él trataba de ocultar los moratones y el dolor, aguantaba que sus amigos dijeran que “tenía mucha suerte por tenerla” y sabía que nadie le entendería y que si se marchaba nunca volvería a ver sus hijos.



Vértigo