Una noche al terminar el día acabamos con risas y cañas. Él disimulando su mirada triste, yo disimulando que no puedo dejar de mirarle.
Otra ronda, unas patatas para picar, una foto, un silencio, una llamada.
Se va y espero entre risas, aunque parece que sin él nada continúa.
Imaginamos, suponemos, inventamos su conversación. Algunos intuyen su mirada triste. Otros sabemos que para él nada es sencillo.
Vuelve y le sigo mirando. Reducimos el grupo y sigo intentando entrar en su mirada.
Esta vez nos cuenta, nos habla, nos abre algo su corazón, aunque no del todo, no lo suficiente.
Le escucho comprendiendo cada vez más su mirada triste, preocupándome por sus días y sus noches y deseando darle un abrazo.
No sé lo di y debí dárselo. No le dije “Estoy aquí”. No le ofrecí mi ayuda eterna.
En vez de eso le dije que me llamara y le sonreí. Esperando que encontrara entre líneas toda mi ayuda.
Seguimos con las cañas, seguimos con las risas.
La noche terminó y volví a casa pensando que podría hacer para que su mirada triste fuera desapareciendo.
Vértigo