Ya no veo sus ojos tristes. Ojalá fuera porque ya
no lo son. Me temo que dejé de mirarles. Nunca pretendí que ocurriera, que
dejara de preocuparme, que no supiera cómo está. Simplemente las circunstancias
(a las que nunca me gusta culpar) le alejaron de mí y se volvió demasiado
complicado vigilar su mirada triste.
Otra ciudad, otra gente, otros lugares le
acompañan. Allí ha aprendido a ser otra persona, a disimular su tristeza. Dice
que sigue hacia delante, que ha
conseguido lo que siempre quiso.
Le mandé besos y abrazos por mensaje. Le ofrecí mi
ayuda eterna. Quise ser algo más que su manta. Dejó de recibir mis palabras,
dejó que me marchara. No lo puse fácil, no quise que no contara conmigo. Pero
tuvo claro que no me necesitaba (ni me quería a su lado).
Y yo me alegré, confié en su instinto, en su
corazón, en sus sentimientos. Esperé volver a verle sin mirada triste.
Las circunstancias todavía no nos han cruzado
(seguro que pronto lo harán). Pero ya me han contado, ya me han dicho que su
mirada triste cambió de aires y le sigue acompañando.
Y vuelvo a no saber qué hacer. Le volvería a mandar
millones de besos, a ofrecer ayuda y no intentar ser más que su amiga. Haría lo
que él necesitara si supiera lo que es para intentar que su mirada triste fuera
menos triste.
Vértigo